Artículo de información

José Carlos Botto Cayo y Abel Marcial Oruna Rodríguez

17 de julio del 2025

La ocupación chilena de Lima entre 1881 y 1883 marcó una etapa decisiva en la historia de la capital peruana. No se trató solo de una presencia militar en el corazón de la ciudad, sino de una experiencia de sometimiento visible y persistente, que afectó la vida cotidiana, el ánimo colectivo y la estructura política de la nación. La entrada de las tropas chilenas tras las batallas de San Juan y Miraflores instaló un régimen de control que alteró la dinámica limeña: vigilancia, restricciones, saqueos y un ambiente de tensión que se impuso en las plazas, conventos y calles del centro histórico.

Pero la ocupación no terminó con el retiro de las tropas. La ciudad, incluso tras la firma del Tratado de Ancón en 1883, continuó arrastrando los efectos de esa presencia forzada. La vida pública, la economía, la educación y la cultura quedaron profundamente alteradas. La élite limeña, acostumbrada al boato colonial y republicano, debió adaptarse a un tiempo de austeridad, vigilancia y pérdida. El siglo XX encontró a Lima aún convaleciente, con monumentos a héroes muertos intentando suplir el vacío político y espiritual que dejó aquella experiencia. Hoy, más de un siglo después, Lima conserva cicatrices de aquellos años de ocupación: algunas visibles en su arquitectura, otras enterradas en la memoria de una ciudad que aún busca reconciliarse con su historia.

La ciudad tomada: enero de 1881

La entrada del ejército chileno en Lima se produjo tras las derrotas peruanas en las batallas de San Juan y Miraflores, los días 13 y 15 de enero de 1881. Las tropas chilenas, organizadas en columnas y con una estrategia meticulosa, avanzaron hacia el centro de la ciudad ocupando puntos clave como el Palacio de Gobierno, el Cabildo, la Plaza Mayor, el puerto del Callao y los conventos coloniales. El ingreso fue relativamente ordenado, pero generó un profundo impacto psicológico en la población limeña. El símbolo de la ocupación fue inmediato: la bandera chilena flameando sobre los edificios oficiales, mientras la población, silenciosa, evitaba el contacto directo con los uniformados. La ciudad, hasta entonces símbolo del poder republicano, pasaba a estar bajo administración extranjera, y la cotidianidad se volvió una mezcla de resignación, tensión y miedo (Basadre, 2005).

Los primeros días estuvieron marcados por saqueos y requisiciones. Bibliotecas privadas, colecciones de arte, archivos e incluso instrumentos científicos fueron trasladados al sur, en operaciones amparadas por el mando chileno. Una de las más graves fue la confiscación de parte de la Biblioteca Nacional del Perú, dirigida entonces por Ricardo Palma. Él mismo narró el despojo con amargura y dignidad, intentando más adelante reconstruir el acervo con donaciones nacionales e internacionales. La ocupación militar no distinguió entre propiedad pública o privada: iglesias, casonas virreinales y depósitos comerciales fueron usados como cuarteles o almacenes. El orden impuesto por el ejército ocupante se basaba en la fuerza y en la vigilancia, lo cual convirtió a la ciudad en un espacio donde toda expresión pública debía medirse con cautela (Portocarrero Maisch, 2005).

La población limeña, en su mayoría aristocrática y conservadora, reaccionó con una mezcla de silencio, resentimiento y supervivencia. Si bien no hubo una resistencia armada significativa, sí existieron gestos simbólicos: desde mujeres que evitaban mirar a los oficiales chilenos, hasta publicaciones anónimas que circulaban en cafés o tertulias privadas. Algunas familias optaron por exiliarse temporalmente a provincias o al extranjero, mientras otras intentaban mantener una apariencia de normalidad. La prensa limeña fue censurada o autocensurada, y los espacios públicos eran monitoreados constantemente. Se vivía bajo una ocupación que, aunque organizada y sin enfrentamientos diarios, era profundamente opresiva para la identidad nacional peruana (Hunefeldt, 2000).

Desde el punto de vista chileno, Lima era una pieza de control estratégico que reforzaba su dominio territorial tras la victoria en el sur. La ocupación buscaba doblegar no solo al ejército peruano, ya diezmado, sino también el ánimo de la clase dirigente. Las tropas permanecieron organizadas por zonas y establecieron una administración paralela que controlaba los recursos básicos. El comercio fue uno de los pocos sectores que mantuvo actividad limitada, pero sometido a fiscalización. Lima, centro de decisiones y símbolo de soberanía, era tratada como botín y a la vez como plataforma de negociación. La sola presencia de soldados extranjeros en la Catedral, en los colegios y en los mercados era una demostración de poder que hería a diario el orgullo limeño (Flores Galindo, 1986).

Después del fuego: la retirada y las ruinas (1883–1895)

La retirada del ejército chileno comenzó de forma gradual tras la firma del Tratado de Ancón en octubre de 1883. Aunque el acuerdo oficializaba la paz y la cesión de Tarapacá, en Lima la ocupación no desapareció de inmediato. Las tropas chilenas permanecieron por varios meses controlando espacios estratégicos mientras se organizaba el nuevo gobierno peruano bajo Miguel Iglesias, quien firmó el tratado en medio de cuestionamientos de legitimidad. En paralelo, sectores civiles limeños intentaban recomponer la vida institucional, aún entre ruinas, saqueos y una economía desarticulada. No había entusiasmo, sino una sensación amarga de supervivencia, sin triunfos ni celebraciones. La ciudad no fue liberada en sentido heroico; fue devuelta como quien entrega una propiedad maltratada (Basadre, 2005).

Los edificios públicos, muchos de ellos utilizados como cuarteles o depósitos, quedaron dañados o despojados de sus contenidos. El caso más emblemático fue el de la Biblioteca Nacional del Perú, que había sufrido la sustracción sistemática de libros, manuscritos y documentos históricos. Ricardo Palma, designado como su director poco después del retiro chileno, se dio a la tarea de reconstruirla desde la precariedad, apelando a donaciones personales y colectivas. Su labor no fue solamente bibliográfica, sino simbólica: levantar la biblioteca era un modo de levantar al país desde la cultura. Las iglesias también mostraban rastros de ocupación: altares profanados, imágenes religiosas mutiladas, campanas fundidas. Lima, que antes había lucido su linaje virreinal con orgullo, se veía ahora como una capital vencida, apagada, despojada de su esplendor (Flores Galindo, 1986).

En este contexto, la clase política limeña experimentó una profunda fragmentación. Mientras algunos sectores buscaban un orden republicano desde el civismo y la reconciliación, otros proponían una regeneración nacional desde el ejército o el autoritarismo. La crisis de legitimidad era evidente: el gobierno de Iglesias fue combatido tanto por Andrés Avelino Cáceres como por Nicolás de Piérola, en conflictos internos que prolongaron la inestabilidad. La ciudad era el escenario visible de esas luchas, con levantamientos, cambios de mando y una población exhausta que apenas lograba sostener sus oficios cotidianos. La derrota bélica se convirtió en una crisis estructural que duró más de una década, y cuyo epicentro fue la capital (Tamayo Herrera, 2009).

Lima también sufrió una crisis moral y simbólica. Muchos limeños sentían vergüenza por no haber defendido su ciudad hasta el final, y esa culpa se proyectó en una cultura del lamento y la elegía. En las escuelas se enseñaba la guerra como tragedia, no como gesta. Los nombres de Grau, Bolognesi y Ugarte comenzaron a poblar plazas, avenidas y monumentos como un intento de construir dignidad donde ya no quedaba soberanía. El nuevo siglo, en ese sentido, nació con una carga de melancolía patriótica que afectó la narrativa histórica y el carácter de la capital. La generación que creció tras la guerra aprendió que la historia del Perú se escribía desde el dolor, y que Lima era su escenario más elocuente (Portocarrero Maisch, 2005).

Arquitectura y símbolos de la derrota

La ocupación chilena no solo dejó cicatrices humanas o políticas; también dejó huellas visibles en la arquitectura de Lima. Algunos edificios emblemáticos del centro histórico, como el antiguo Palacio de Gobierno, el Real Felipe, el Colegio de la Independencia y diversos conventos, fueron utilizados como bases militares, depósitos o lugares de encierro. Estas ocupaciones dejaron deterioro físico, pero también alteraron el uso simbólico de estos espacios. Edificios pensados para representar la soberanía nacional fueron reducidos a herramientas del dominio extranjero. La ciudad se convirtió en una urbe despojada de su poder representativo, y su paisaje urbano quedó marcado por esa inversión de sentido: donde antes había república, ahora había subordinación (Lohmann Villena, 1993).

Uno de los casos más representativos fue el Parque de la Exposición, inaugurado en 1872 como un gesto de modernidad y apertura al mundo. Durante la ocupación, sus instalaciones fueron utilizadas como alojamientos militares y depósitos logísticos. El parque, símbolo del progreso republicano y de una Lima que aspiraba a igualar a las capitales europeas, quedó reducido a un campamento improvisado. Lo mismo ocurrió con el Teatro Principal, convertido temporalmente en cuartel. Estas apropiaciones no fueron solo prácticas: eran una forma de ejercer poder sobre los espacios de representación cultural. Cada columna ocupada, cada butaca arrancada, cada verja maltratada era también un mensaje visual de sometimiento (Basadre, 2005).

Tras la retirada chilena, la reconstrucción urbana no se dio con claridad ni con visión estratégica. No hubo un proyecto nacional de restauración, ni una inversión sistemática en recuperar lo destruido. Lima permaneció durante años con estructuras dañadas o abandonadas. Algunos monumentos fueron erigidos como reacción simbólica: se levantaron bustos, placas y nombres en honor a héroes caídos. Pero esa arquitectura conmemorativa no reemplazó la ausencia de una política urbana sólida. Se optó por embellecer lo público con símbolos de resistencia, pero sin reparar lo esencial. Así, la ciudad creció desde la nostalgia más que desde la planificación (Portocarrero Maisch, 2005).

La ausencia de un relato arquitectónico coherente también afectó el imaginario colectivo. La ciudad vivía entre ruinas y monumentos nuevos, entre edificios profanados y plazas rebautizadas. El nombre de Grau empezó a reemplazar calles antiguas, y la figura de San Martín volvió a ganar protagonismo como símbolo de la independencia no consumada. La Plaza San Martín, que se consolidaría en las décadas siguientes, fue pensada como una respuesta estética a la humillación. No se trataba solo de recordar a los héroes, sino de reconstituir el espacio urbano desde un nuevo pacto visual y emocional. En esa arquitectura, los limeños buscaban redignificar su ciudad, aún herida por el paso del invasor (Flores Galindo, 1986).

Memoria, trauma y silencio en el siglo XX

La ocupación chilena dejó una herida profunda en la memoria histórica del Perú, pero esa herida no siempre fue tratada de forma abierta ni reflexiva. Por el contrario, el silencio fue, durante varias décadas, la estrategia dominante. Las generaciones que crecieron a comienzos del siglo XX fueron educadas para admirar a los héroes, pero rara vez se les enseñó a comprender el proceso complejo que condujo a la derrota y a la ocupación. El relato patriótico oficial exaltaba la valentía en el combate, pero evitaba mirar el rostro humillado de una Lima tomada. Así, la ciudad fue convertida en símbolo de resistencia sin ser invitada a procesar su propia fragilidad (Flores Galindo, 1986).

Ese silencio no fue casual. Fue resultado de una élite política y cultural que necesitaba reconstruir el relato nacional sin detenerse en las fracturas. El nuevo siglo trajo consigo el afán de modernización, progreso y orden. Había que mirar hacia adelante, hacia la construcción de un Estado fuerte, hacia la electrificación de la ciudad, la ampliación del ferrocarril, la expansión de la burocracia. En ese contexto, la ocupación chilena pasó a ser un capítulo incómodo, relegado a los márgenes del discurso histórico. Las escuelas, los discursos oficiales y la prensa evitaban revisitar esos años con detalle. El resultado fue una memoria incompleta, más emocional que crítica (Tamayo Herrera, 2009).

Algunos intelectuales, sin embargo, se resistieron a esa omisión. Escritores como Manuel González Prada, desde una postura radical y anticlerical, señalaron la cobardía de las élites limeñas, denunciaron la pasividad social y exigieron un nuevo proyecto nacional basado en la justicia y el conocimiento. En otro registro, Clorinda Matto de Turner apostó por la reconstrucción moral del Perú desde una mirada inclusiva y mestiza. Sus obras representan una forma de resistencia cultural frente a la narrativa patriótica oficial. En ellas, la ciudad de Lima aparece como escenario de desigualdades, no como cuna de la victoria (Hunefeldt, 2000).

Con el paso de las décadas, el recuerdo de la ocupación se transformó en símbolo. Monumentos, plazas, nombres de calles y ceremonias oficiales ayudaron a fijar una idea de patria dolida pero digna. Sin embargo, este proceso de monumentalización no eliminó el trauma, sino que lo sublimó. Lima quedó atrapada entre el orgullo de sus héroes y la vergüenza de su rendición. Hoy, más de un siglo después, se hace necesario revisar con lucidez ese capítulo. No para abrir viejas heridas, sino para comprender que la ciudad que celebró la independencia también conoció el sometimiento, y que solo enfrentando esa verdad podrá reconciliarse con su pasado (Portocarrero Maisch, 2005).

Referencias

Basadre, J. (2005). Historia de la República del Perú (1822–1933). Lima: Editorial Universitaria.

Flores Galindo, A. (1986). Buscando un Inca: Identidad y utopía en los Andes. Lima: Instituto de Apoyo Agrario.

Hunefeldt, C. (2000). Liberalism in the Bedroom: Quarreling Spouses in Nineteenth-Century Lima. Estados Unidos: University Park: Pennsylvania State University Press.

Lohmann Villena, G. (1993). Lima, la ciudad y su gente en el siglo XIX. Lima: Fondo Editorial del Congreso del Perú.

Portocarrero Maisch, G. (2005). Imaginando el Perú. Lima: Fondo Editorial del Congreso del Perú.

Tamayo Herrera, J. (2009). Nuevo Compendio de Historia del Perú. . Lima: Editorial Lumbreras.