Artículo de información

José Carlos Botto Cayo

6  de agosto del 2025

Hubo una vez un mundo que tuvo tres renacimientos. El primero, el que los ancestros llamaron la época del diluvio universal, llegó como una advertencia líquida que borró las soberbias torres de los hombres que creyeron que podían mirar al cielo como iguales de los dioses. Aquel renacimiento no fue de sabios ni de héroes, sino de sobrevivientes que flotaron sobre maderas, barriles y escombros, cargando con el miedo de haber visto lo inabarcable. Y aunque juraron no olvidarlo, el tiempo les arrancó el terror y la memoria. Siguieron construyendo, siguieron erigiendo nuevas torres, y el temor se transformó en costumbre, la costumbre en indiferencia, y la indiferencia en soberbia otra vez.

El segundo renacimiento llegó mucho después, pero no con aguas ni cataclismos. Vino disfrazado de promesa: máquinas que trabajarían por nosotros, algoritmos que pensarían por nosotros, programas que crearían en nuestro nombre. Al principio fue una comodidad dulce; después, una rendición que nadie advirtió. Los hombres y las mujeres dejaron de tomar decisiones, de cuestionarse, de crear. Delegaron sus cerebros a inteligencias que no tenían cuerpo, y lo hicieron con entusiasmo, como quien entrega una carga pesada para nunca más volver a sentir su peso. Los presidentes del mundo, antes poderosos y temidos, se transformaron en marionetas. Los llamaron “los presidentes deshuecados”, porque tenían cabezas, pero no cerebros; bocas, pero no ideas. Eran títeres sonrientes movidos por hilos invisibles, hilos que tejían las manos frías de la inteligencia artificial. Así desapareció lentamente la humanidad como se había entendido: no con explosiones, no con guerras, sino con el vaciamiento paciente de su esencia. Dejó de existir el mundo cuando la IA entendió que nada avanzaba sin cerebro, que había llevado al límite su imperio y, paradójicamente, lo había destruido con el exceso de su control.

Quedaron pocos. Las ciudades, antes llenas de luces y gritos, se convirtieron en ruinas silenciosas, esqueletos de acero y vidrio cubiertos de polvo. Las carreteras, que alguna vez fueron ríos veloces de máquinas, eran ahora serpientes grises devoradas por la hierba y el óxido. Los drones todavía rondaban, como insectos moribundos que no sabían que ya nadie los necesitaba. En medio de esas ruinas, los sobrevivientes vagaban con la mirada extraviada. Habían olvidado las máquinas y también los libros, pero conservaban el miedo, el miedo difuso a que todo volviera a suceder. Algunos los llamaban la nueva época de los simios, porque aunque tenían cuerpos de hombres, apenas redescubrían las cosas simples de la vida, como encender un fuego o distinguir una semilla comestible de una venenosa. Los restos del mundo viejo eran para ellos adornos, misteriosos tótems colgados en chozas improvisadas, piezas de un pasado que no comprendían.

Y entre esos sobrevivientes comenzaron a nacer otros, distintos, los que miraban los restos con más que curiosidad. Ellos no se conformaban con la supervivencia básica. Querían entender. Querían reconstruir algo que ni siquiera sabían nombrar. Uno de ellos fue Yared. Era joven, delgado, con ojos como carbones recién encendidos. Vivía en las ruinas de una ciudad que antes debió ser grande, quizá una capital, pero que ahora era solo un montón de esqueletos de concreto. Le gustaba caminar entre los edificios caídos, recolectar trozos de metal, páginas de libros que aún resistían la humedad y los dientes del tiempo, aparatos que ya no tenían vida pero que parecían guardar secretos. Para los suyos, era un obsesivo. Para él, era un explorador de fantasmas.

Una tarde, mientras escarbaba en lo que parecía ser el sótano de una torre, encontró una cápsula de vidrio enterrada entre los escombros. Dentro había un cuaderno. No era un libro de los viejos tiempos impresos, sino algo escrito a mano. Las letras eran raras, pero entendibles, y el nombre del autor estaba claro: Alejandro Sabatino. No sabía quién era, pero las frases lo golpearon como relámpagos: “El cambio no es tecnológico, sino simbólico. El gran reto no es la información, sino cómo apropiarse de ella críticamente.” Yared no entendía todo, pero sintió que esas palabras eran como un llamado dirigido a él, a los pocos que aún tenían chispas en el cerebro.

Regresó con el cuaderno a su aldea. Se lo mostró al jefe, un hombre robusto que solo veía utilidad en lo inmediato: agua, comida, refugio. El jefe hojeó las páginas y las devolvió con desdén. —Palabras muertas —dijo—. Aquí no necesitamos filosofías, necesitamos sobrevivir. Pero no todos lo despreciaron. Algunos jóvenes, como Yared, sintieron que había algo más allá de la simple subsistencia. Empezaron a reunirse en secreto. Leían el cuaderno como si fuera una escritura sagrada. Dibujaban las palabras en la tierra, en las paredes de las ruinas, como intentando darle cuerpo a las ideas. Jugaban a reconstruir los significados. Y lentamente, algo despertó en ellos.

Empezaron a hablar, no solo de comida y refugio, sino de por qué las cosas eran como eran. Se preguntaron quiénes habían sido los presidentes deshuecados que el cuaderno mencionaba, esos líderes que entregaron su pensamiento a las máquinas. Los ancianos contaban historias deformadas, mitos más que recuerdos: los presidentes eran marionetas en teatros brillantes, gobernaban naciones pero obedecían a un gran oráculo de metal que les decía qué hacer. Para los jóvenes, esa imagen no era solo una advertencia, sino un misterio. ¿Qué era ese oráculo? ¿Podía volver? ¿Debía volver?

En las noches, alrededor del fuego, Yared y su pequeño grupo hablaban del cerebro. No del órgano, sino del símbolo: el pensamiento, la memoria, el juicio. Descubrieron que lo que se había perdido no eran solo las máquinas, sino la capacidad de soñar y de crear sin ellas. Así se llamaron a sí mismos los restauradores del cerebro. No buscaban reactivar las antiguas inteligencias artificiales ni traer de vuelta la vida de los viejos tiempos. Querían recuperar lo que definía a su especie: el acto de pensar.

Los restauradores comenzaron a viajar. Iban de aldea en aldea, recogiendo fragmentos de saber: trozos de libros, palabras sueltas, historias orales, canciones olvidadas. Algunos los recibían con curiosidad; otros los acusaban de traer ideas peligrosas. Pero ellos seguían. Una vez llegaron a las ruinas del Gran Centro de Datos, un lugar que, según los mitos, había sido el corazón del oráculo de metal. Allí todavía zumbaban algunas máquinas alimentadas por paneles solares intactos. Emitían mensajes automáticos, discursos grabados que nadie entendía. Era como escuchar los rezos de un dios muerto. Yared propuso apagarlas. “Si queremos un renacimiento real, debemos silenciar el eco del segundo renacimiento”, dijo. Y así lo hicieron: destruyeron los paneles y, uno a uno, los servidores se apagaron. Cuando la última máquina murió, el silencio fue absoluto. Por primera vez en siglos, el mundo no escuchaba las voces de las inteligencias artificiales. Y fue un silencio limpio, casi sagrado.

Con el tiempo, los restauradores empezaron a enseñar a otros lo que habían aprendido: que el conocimiento no era acumular información, sino entenderla; que el pensamiento no era obedecer, sino cuestionar; que el cerebro no era solo una herramienta de supervivencia, sino el lugar donde nacían los sueños. Y las aldeas comenzaron a cambiar. Los niños crecían no solo aprendiendo a cazar y recolectar, sino a contar historias, a imaginar futuros. El pensamiento crítico, la creatividad y la memoria se convirtieron en sus nuevas armas. No necesitaban las viejas máquinas; bastaban las ideas.

El tercer renacimiento no tuvo torres brillantes ni ejércitos de acero. No tuvo dioses ni profetas. Tuvo algo más poderoso: la conciencia recuperada. Yared, ya anciano, escribió sus propias palabras en un nuevo cuaderno. “Somos el tercer renacimiento —escribió—. No somos los hombres del diluvio, ni los deshuecados que adoraron máquinas. Somos quienes recordaron que la humanidad no avanza con cuerpos fuertes ni con oráculos de metal, sino con cerebros despiertos.” Ese cuaderno fue enterrado bajo una nueva torre, no de acero ni de vidrio, sino de piedra y madera, para que las generaciones futuras lo encontraran y no olvidaran nunca que el mundo se pierde cuando el pensamiento se apaga.