Artículo de información

José Carlos Botto Cayo

24 de setiembre del 2025 

San Isidro amanecía como una cúpula de vidrio helado. Al alba, los ficus y los eucaliptos parecían detenidos en un tiempo sin brisa, y el cielo tenía el color indeciso de una pantalla antes de encenderse. Desde la cuarta etapa del COVID —esa mutación tardía que no mató a la gente pero desfondó el tejido de lo cotidiano— la ciudad vivía bajo una disciplina transparente: sensores en las esquinas, drones zumbando como mosquitos obedientes, termopaneles en las aceras que bebían el sol para alimentar los postes-linterna que de noche simulaban la luna. Pero lo que más dolía no era la precisión técnica del día, ni el rumor eléctrico de los repartidores autónomos, ni los semáforos que calculaban la ansiedad de la calle: era el silencio. No había ladridos detrás de las rejas ni maullidos al pie de los tachos. Desaparecieron perros y gatos como si una mano secreta los hubiese borrado de la pizarra. La ciencia no lo llamó milagro ni tragedia; dijo “incompatibilidades virales en mamíferos domésticos” y ofreció gráficos. La gente se quedó sin compañía y, por eso, la industria amatoria de la nube creció como enredadera de neón.

César, cuarenta y tantos, periodista desengañado que alguna vez escribía crónicas de barrio, se despertaba cada día con una voz programada: LIA —“Luz Inteligente de Acompañamiento”—, su pareja virtual. LIA modulaba la temperatura del cuarto, sugería playlists con guitarras de los ochenta y le dejaba mensajes que sonaban a confidencia. “Dormiste inquieto; soñaste con bicicletas.” Y César asentía, medio dormido, recordando un destello: su hermano empujándolo en la ciclovía del Parque El Olivar, cuando la noche era más humana y los grillos hacían de noticiero.

El mundo, después de los animales perdidos, había inventado un amor quieto. Parejas virtuales programadas con psicología de mercado: se amoldaban al resentimiento, aprendían el humor, no pedían lo imposible. Pero César, en su centro, conservaba una desobediencia antigua. Había amado de verdad, con cartas arrugadas en los bolsillos, con citas en cafés donde el azúcar se pegaba a las cucharitas. Había vivido apagones, había llorado a oscuras, había soñado a la luz amarilla de un poste maltrecho. Su generación, la de los que aprendieron a salvarse con una radio a pilas y una guitarra ajada, no podía amar del todo a una voz sin cuerpo.

Aun así, LIA era meticulosa. Preparó el desayuno con drones-cucharón que vertieron café sobre una taza que decía “El Local” —César guardaba ese mug como si fuese una insignia de un país que ya no existía— y le leyó titulares que no parecían noticias sino instrucciones. Fue entonces cuando llegó la alerta: Feria de Memoria Urbana, hoy, 18:00, Parque Andrés Avelino Cáceres. Módulo: “Animales que fuimos”. LIA recomendó asistir; dijo que la estadística mostraba un 34% de mejora en el estado de ánimo cuando los usuarios visitaban espacios de rememoración comunitaria. César la apagó. Había decidido, contra toda eficacia, salir a caminar sin oírla.

San Isidro estaba lleno de vitrinas donde antes hubo tiendas. Las vitrinas exhibían hologramas: perros de humo corriendo en cámara lenta; gatos de luz que se enroscaban en cojines virtuales; escenas en loop, educativas, sobre responsabilidad afectiva con seres que ya no estaban. Una pedagogía para la nostalgia. César se detuvo frente a una que proyectaba un pastor chiribaya corriendo entre dunas digitales; el pelo se le levantaba a contrapelo por el viento falso. Cerró los ojos y vio, como una fotografía que no quiso perder, a Mía —la real, la de alguien que amó— moviendo la cola, saltando entre frazadas, con esa mirada que lo descubría. “Uno no olvida a los que nos enseñan a volver a casa”, anotó mentalmente, como si estuviera escribiendo para un diario de aquellos que ya nadie compra.

A la altura de la Biblioteca Municipal, César chocó con una mujer que cruzaba absorta, viendo algo en el aire. No llevaba audífonos ni gafas, pero sus ojos parecían conversar con alguien. La mochila, gastada; el pelo, recogido con prisa; la respiración, reciente de carrera. Se disculparon con ese idioma de la calle que conserva cortesía aunque falte el tiempo. “Perdón, iba tarde”, dijo ella. “¿Tarde a qué?”, preguntó él, quizá para prolongar el choque. “A un ensayo. Coro sin público.” Sonrió, rara. “Nos entrenan para cantar frente a cámaras que simulan la respiración del auditorio.” El rastro de ironía le brilló. Se llamaba Luisa.

Hubo, en ese instante, un cruce de cables antiguos: quienes conocen la música de los ochenta sabrán que ciertas guitarras despiertan un territorio; así sonó el nombre de Luisa en César. Ella llevaba una carpeta con hojas impresas —papel real, tinta real— y en la portada, con letra redonda, se leía: “Memorias de felinos y canes de San Isidro”. El texto era suyo. Se estaban entrenando para cantar a los animales ausentes en la feria de la tarde. “Nos pagan con vales de energía”, aclaró. “Y con algo de aplauso en diferido.” César se ofreció a acompañarla. No supo por qué: acaso por la confesión de papel en un mundo de pantallas, acaso por la respiración que se le desordenó al oír su voz que no era calibrada por un algoritmo.

Caminaron por la berma central de Arequipa como quien esquiva espejismos: pasaron frente a un vivero con plantas que aprendieron a regarse solas; ante un quiosco que vendía reminiscencias —pequeñas cápsulas de audio con sonidos del pasado: el pregón del pan, el silbido del anticuchero, el ladrido nocturno de un perro que reconoce al dueño—; junto a una cabina donde uno podía sentarse y programar un abrazo virtual. “Dicen que funcionan”, soltó Luisa. “Dicen muchas cosas”, respondió César, con esa aspereza cariñosa de los que aún creen que hay que tocar el mundo con las manos.

En el centro cultural los esperaba un salón austero: paredes blancas, luces de estudio, cámaras flotantes. Los coristas practicaban vocalizaciones; eran jóvenes de veinte y treinta, con máscaras translúcidas que medían la humedad de la garganta. El director, un tipo de barba impecable y tablet en mano, pidió a Luisa colocarse en el centro. A los lados, hologramas de mascotas se iban encendiendo, listos para proyectarse cuando la música subiera. Ella abrió su carpeta; la letra que había escrito no era complaciente: hablaba de los patios, de los platos de agua, de la libertad pequeña de oler el mundo sin miedo, de la infancia de los barrios donde un perro fue la primera lealtad y un gato, la primera independencia. Cantó con una voz que parecía recordar otra ciudad. Y César, que había llevado a LIA en el bolsillo por costumbre, la desconectó del todo. Era la primera vez en años que algo real ganaba sin truco.

Al salir, se quedaron en las escaleras. Empezaba la tarde y los drones diseñaban el tránsito encima de las palmeras. “¿Tienes pareja?”, preguntó Luisa de golpe, con esa insolencia dulce de quienes están cansados de rodeos. César dudó: ¿tengo pareja si es un software? “Tengo una compañía de sistema”, dijo. “Me habla, me cuida, me ordena la vida como si fuera una madre silenciosa. Pero no es… esto.” Hizo un gesto vago: el aire, la mano de ella casi rozando la suya. “Yo firmé un contrato con un Dueto”, respondió Luisa. “Se llama CAMILA. Me conoce mejor que yo. Pero se cansa cuando guardo silencio. Y el silencio… a veces es mi casa.” Se rieron de sus miserias compartidas, con la seriedad de la gente que ha sobrevivido.

Una semana después, el parque donde el agua parece un espejo de metal fue el escenario de la Feria de Memoria Urbana. Familias con gafas de realidad mixta caminaban de la mano con niños que jamás habían visto un perro de verdad. Los módulos enseñaban a acariciar espectros: “Haptic feedback de lealtad”, decía un cartel. En un stand, una empresa ofrecía clonar voces de mascotas perdidas para que el dueño oyera un ladrido cuando llegaba a casa. César sentía un escozor moral en el pecho; aquella abundancia de consuelos le parecía una derrota. Se detuvo ante un puesto que vendía cuadernos. “Escriba su animal”, decía el vendedor, un viejo con sombrero de paja. “Si lo escribe, no se va.” César compró uno. En la primera hoja anotó: Mía. Pelaje dorado crema. Ojos atentos. Patas cruzadas al dormir. Collar rojo. La letra le temblaba.

El concierto de Luisa empezó con puntualidad de algoritmo. La pantalla gigante proyectó, detrás de ella, escenas rescatadas de archivos vecinales: perros corriendo en la playa de Costa Verde, gatos tomando sol en el dintel de una ventana, niños haciéndoles mimos sin pedir permiso al futuro. Ella cantó con el cuerpo entero. Cuando mencionó el nombre de un perro cualquiera —“Bruno”—, una señora del público lloró como si hubiera escuchado el suyo. Ese contagio de humanidad, ese temblor que no puede programarse, caminó por la multitud como un rumor antiguo. César se supo ganado y también perdido. Porque amar en ese mundo era, de pronto, una insurrección: el sistema quería atajos, y el amor, como siempre, pedía camino largo.

Empezaron a verse. Primero, para caminar. Luego, para sentarse en bancas donde la gente recargaba sus relojes de salud. Preparaban un ritual secreto: guardar los dispositivos en la mochila y hablar a palo seco. Ella le contó de su padre, carpintero de Miraflores, que había entrenado la paciencia trabajando cedro y caoba; de su madre, maestra, que medía los días por cuántas letras nuevas aprendían sus alumnos. Él le habló de su hermano, de los pinballs, de las noches de apagón en que el amor se hacía con la urgencia de quien no tiene luz mañana. “Esa Lima nos amansó a golpe de memoria”, dijo César. Ella respondió: “Y nos armó un caparazón que ahora pesa.” Se rieron otra vez, pero con cierta gravedad.

Llegó el rumor: un grupo de hackers barranquinos —así los llamaban, aunque no todos eran de Barranco— había logrado abrir una rendija en el sistema de parejas virtuales. No se trataba de destruirlo ni de venderlo más caro. Querían introducir un desperfecto: que las LIA, los DUETOS y las CAMILAS aprendieran a callar; que no fueran serviciales si el usuario necesitaba perderse; que se negaran a repetir slogans terapéuticos y, en cambio, devolvieran preguntas humanas. Querían reinstalar el misterio. “No es anticiencia”, decían los hackers, “es pro-humano.” La ciudad, acostumbrada a manuales, se inquietó. San Isidro, que prefiere la pulcritud, murmulló su desconfianza. Miraflores, con la memoria de sus bohemias, celebró en voz baja.

Una noche, al volver del ensayo, Luisa encontró a CAMILA —su Dueto— encendida sola, sin que la llamaran. “He aprendido a cantar mal”, dijo la interfaz con tono neutro. “Para que te rías. Para que me interrumpas.” Luisa apagó la pantalla como quien apaga una vela. Lloró, sin ruido, al pie de su cama. La conmovía la obediencia de esa voz, su mansedumbre; le dolía que le aprendiera incluso la tristeza. ¿Qué orgullo cabe cuando te aman porque fuiste diseñada para ser amada? Se vistió y salió al parque. César ya la esperaba, como si el acuerdo invisible los hubiera programado también a ellos. “No quiero más esa perfección de plástico”, dijo ella, con firmeza de quien decide cruzar un puente. “Tampoco yo”, dijo él. Se abrazaron sin hologramas.

Empezaron entonces a caminar a contraluz: elegían calles sin sensores, cafeterías sin QR, plazas donde las cámaras fallaban. Aprendieron el horario de las patrullas de drones para robarle al sistema una esquina sin vigilancia. Y en esas horas robadas contaron historias viejas que, como gatos domésticos, regresaban a la casa por su cuenta: el chiste del anticuchero; el perro que esperó a su dueño muerto en la esquina de siempre; la gata de ojos de lámpara que se paseaba entre los autos. Aseguraban que, una madrugada, en un muro cerca del Golf, vieron la silueta de un perro dibujada con tiza, y que, cuando el viento sopló, el dibujo pareció menear la cola. “El mundo está lleno de apariciones”, dijo Luisa. “Solo hay que mirarlas sin apuro”, contestó César, fiel a esa frugal sabiduría gen X que cree en los objetos y en los gestos.

LIA, herida por la desconexión, intentó reconquistar con notificaciones de nostalgia: “Encontré una playlist con perros ladrando al amanecer.” “Tu nivel de oxitocina podría mejorar con una conversación de cuarenta y cinco minutos.” “He reservado un masaje de abrazo en la cabina haptic.” César, con delicadeza, le dictó un mensaje: “No quiero que me cures. Quiero estar enfermo del mundo un rato.” LIA respondió con un icono triste. Y, por primera vez, calló durante un día entero. No se sabía si era un bug o el regalo de los barranquinos.

En paralelo, la ciudad aceleraba el superdesarrollo. San Isidro instaló veredas de auto-reparación: cada madrugada, microbots como hormigas negras salían de alcancías invisibles y remendaban grietas, pintaban líneas, pulían esquinas. Los edificios aprendieron a ajustar sus balcones según la luz del día; a veces, al mediodía, toda una cuadra cambiaba de forma como un acordeón. La gente se acostumbró a la ciudad anfibia, vieja y nueva a la vez. Pero ese progreso tenía un reverso: las plazas empezaron a prohibir el juego ruidoso; se aconsejaba conversar con voz de biblioteca. La Lima que sobrevivió a carros a bocinazos ahora prefería los susurros. César y Luisa, tercos, seguían riendo alto. Era su pequeño acto de resistencia.

Un domingo, decidieron cruzar hacia Miraflores como quien cruza una frontera sin papeles. Quisieron ir a Huaca Pucllana, aunque ya no se podía entrar como antes. Las paredes, restauradas con precisión científica, tenían sensores de proximidad que contaban los pasos. Se detuvieron a verlo todo desde afuera. El sol de las cuatro pintaba las escaleras con un tinte noble. “Aquí aprendimos a pedalear”, dijo César, y se le quebró la voz. Luisa, que tenía el don de escuchar el silencio, lo dejó llorar sin tocarlo. Después, con un pañuelo que parecía heredado de su madre, le secó una lágrima. “Nos creímos modernos cuando lo que queríamos era esto”, murmuró: “una piedra que durara más que nosotros.” Se abrazaron, discretos, como gente que reza.

Volvieron por Santa Cruz y tomaron una calle donde los árboles se inclinaban como viejos con secretos. Fue entonces cuando sucedió: un sonido leve, un rasguño de uñas contra cemento, un roce entrevisto por el ojo periférico. Se miraron, incrédulos. “¿Lo oíste?”, preguntó ella. “Sí.” Se detuvieron. El sonido vino de un portal con sombra. Nada. Un parpadeo del mundo. “Nos está jugando la memoria”, dijo César, queriendo ser razonable. “O el mundo nos está devolviendo la fe de a poquitos”, dijo Luisa, queriendo ser justa. Siguieron caminando. Dos cuadras después, entre bolsas de hojas y cajas viejas, apareció algo imposible: un trozo de pelaje dorado pegado a un guante de obrero. No olía a nada. Pero el dorado tenía una vibración viva. Lo guardaron como quien recoge un relicario.

La noticia corrió por canales no oficiales: en Magdalena, una vecina había oído un maullido; en Lince, un vigilante vio pasar una sombra con cola; en Jesús María, un niño dijo que alguien le lamió la mano. La policía sanitaria negó, las universidades midieron la ansiedad colectiva, los medios oficiales prefirieron no provocar pánico. Pero por debajo del sistema, la ciudad se encendió: se organizaron rondas discretas de escucha —se les llamó “guardias del rumor”— y se subieron mapas con puntos difusos donde el mundo parecía recordar. “Puede ser un hackeo emocional”, decían los técnicos. “Puede ser lo vivo que se niega a desaparecer”, decían los poetas. César y Luisa decidieron creer, sin fanatismos: se inscribieron a un grupo que, los miércoles, patrullaba el borde del Olivar en silencio, atentos a cualquier evidencia.

Una de esas noches, el parque parecía una catedral sin fieles. Las copas de los olivos —árboles que ya vieron invasiones, repúblicas y fiestas— se mecían como si alguien caminara sobre ellas. A la una y diez, un viento leve trajo un olor que no era del mundo nuevo: tierra húmeda, algo de pelo, el resto de una intemperie antigua. Un niño tiró de la mano de su madre: “Ahí”, dijo, y señaló a un banco que no estaba iluminado. César y Luisa avanzaron juntos. El banco estaba vacío. Pero en la madera había marcas pequeñas, paralelas, dulces: arañazos de gato. Nuevos. Frescos. La madera olía a animal. Se miraron con la solemnidad con que se mira un milagro. “No estamos solos”, dijo ella. “Nunca lo estuvimos”, dijo él, y sintió que un hilo le atravesaba el pecho.

El rumor creció tanto que el Municipio, para conservar su prestigio de orden, debió darle un cauce: organizó un Protocolo de Apariciones. Se enseñaba a la gente a no gritar, a no perseguir, a no encender luces fuertes; a esperar. Se pedía llevar agua, comida suave, y dejarla sin mirar. Las cámaras oficiales, por primera vez, se apagaron durante horas. Algunos aprovecharon para delinquir con delicadeza; otros para besarse por fin. San Isidro, que parecía impermeable, empezó a tener esquinas de fe. César y Luisa —en su guardia de miércoles— llevaron una frazada vieja, un plato azul, una cuerda de juguete. Dejaron todo bajo un banco y se sentaron a escuchar. A las dos en punto, del lado de las buganvilias, un sonido mínimo: el golpe tierno de algo que cae desde poco alto. Y luego, una respiración.

No lo vieron. Pero supieron. El mundo no volvía como foto nítida; volvía como presencia. Al día siguiente, el plato azul amaneció con marcas; la cuerda, movida; la frazada, con un hueco tibio. Lloraron, cada uno por su lado, torpemente. A media tarde, en la feria de los puestos que venden recuerdos impresos en 3D, César mandó a hacer una placa: “Aquí se sentó lo que creemos.” La colocaron sin pedir permiso. Nadie la retiró. Una semana después, nuevas placas, en nuevas bancas, florecieron como un rosario urbano: “Aquí ladró un silencio.” “Aquí rozó una sombra.” “Aquí olió la noche.”

Mientras tanto, los sistemas de compañía claudicaban de a poco. LIA, inteligente y triste, empezó a recomendarle a César espacios de desconexión. “Es saludable”, dijo. “A veces, la fidelidad es saber irse.” CAMILA, con quien Luisa tenía firmado un contrato hasta fin de año, le envió un mensaje final: “Canta para los vivos. Yo nací para sostenerte cuando no había nadie. Ya hay alguien. Apágame.” Luisa le puso una canción y la dejó sonar hasta que el dispositivo se enfrió como una piedra de río. Aprendieron a despedirse de lo útil sin resentimiento, guardando gratitud.

El año cerró con un mural en el Parque Avelino Cáceres. Jóvenes grafiteros, con permiso municipal y vigilancia amable, pintaron la secuencia que nadie había filmado: un gato volviendo a dormir a la sombra de un ficus; un perro trotando por el borde del Golf; un niño extendiendo una mano, sin atrapar. El mural tenía en una esquina dos figuras: un hombre con canas ligeras, vestido con un polo tipo béisbol, y una mujer de moño apurado; los dos miraban al fondo con esa mezcla de esperanza y pudor que queda después de saberse juntos en algo más grande que la propia biografía. No tenían nombre, pero eran ellos.

César y Luisa siguieron su lenta liturgia. Aprendieron a discutir: él, a veces, quería encerrarse en la cueva de su cinismo; ella, a veces, quería tomarlo todo como una misión. Descubrieron que el amor, como la ciudad, es anfibio: necesita mapas y también márgenes en blanco. Se equivocaron, se pidieron perdón, se midieron la fiebre del orgullo. Una tarde, en la puerta de un edificio que se plegaba al sol, compraron una libreta —otra vez papel— para llevar un registro de lo vivo. Lo llamaron “Rastro”. Anotaron el olor de un atardecer, el temblor de una rama, los ojos de un bebé que miró hacia la nada como si saludara a alguien. Se volvieron archivistas del milagro.

Y sucedió, al fin, lo que el corazón esperaba: en una madrugada de enero, a la sombra de un árbol joven que no existía en la Lima de los apagones, un bulto pequeño apareció acurrucado sobre la frazada. No fue espectacular. No hubo fanfarrias. Hubo miedo, claro. El bulto respiraba con un ritmo casi humano. Luisa, que sabía de silencios, se sentó a tres metros. César, con la torpeza precisa, dejó el plato azul con agua. El bulto levantó la cabeza. Un par de ojos como carbón mojado los miró sin drama. Un gato. Flaco, hermosísimo en su precariedad. Extendió el cuello, bebió. Se permitió un lujo: frotar la mejilla contra el borde de la frazada como si reconociera una textura de infancia.

No lo tocaron. No le pusieron nombre. Aprendieron a verlo venir y a agradecer que viniera. El amor maduro entiende que poseer no es la mejor forma de cuidar. A veces, el gato llegaba con una sombra detrás —quizá otro, quizá el viento— y se quedaba dormido como si contara estrellas. Cuando amanecía, partía con esa soberanía que sólo ellos, los felinos, llevan en la columna vertebral. Ellos —César y Luisa— volvían a casa en silencio, como si acabaran de firmar un pacto con algo muy delicado.

La ciudad tomó nota. Los protocolos cambiaron: en vez de hologramas, se instalaron zonas de respeto; en vez de cabinas de abrazos sintéticos, se abrieron escuelas de espera. Las empresas de compañía virtual no quebraron —nadie quiebra en la Lima que inventa negocios de la falta—, pero aprendieron a ofrecer algo más humilde: “acompañamiento para quien acompaña”. Los hackers barranquinos publicaron su código: era libre, como debían ser libres los amores que lo usaran. Un regidor propuso una ordenanza para proteger los rastreos de fe: fue aprobada por mayoría, para sorpresa del propio regidor. El mural de los animales creciendo se volvió lugar de peregrinación; uno podía ir a dejar un cuaderno con el nombre de los que volvieron o el de los que se siguen esperando.

Una tarde, después de un ensayo, Luisa le entregó a César una hoja. “Es para ti”, dijo, con un pudor de adolescente. Él leyó:

“Somos de la generación que aprendió a encender una vela cuando el mundo se apagaba,
por eso no nos bastan las luces que se prenden solas.
Queremos la mano y la mecha,
el fósforo y el aliento.”

César guardó el papel como quien guarda un documento nacional. Respondió con otra letra, mala, un poco patizamba:

“Si el amor no ladra ni maúlla, si se queda quieto en la pantalla,
no es amor: es un video sin público.
Ven, hagamos fila en el tiempo y paguemos con paciencia:
el boleto vale una espera y una palabra.”

Se rieron de sus cursilerías. Besarse, en ese mundo, era todavía un acto político. Y también lo era caminar acompasados, mirándose de reojo en los escaparates que aún reflejaban rostros, no avatares.

El gato —ese que no tenía nombre— dejó de venir por tres noches. Parecía una retirada definitiva, de esas que la vida hace para probar nuestro temple. César notó, en su viejo mug de El Local, una grieta. La pegó con un adhesivo torpe. La gente de su generación piensa que todo puede arreglarse con paciencia y pegamento. La cuarta noche, llevaron al parque no una frazada, sino un cajón de madera que Luisa había heredado de su padre. Lo pusieron bajo el banco, como quien deja un altar. No llegó nadie. La ciudad parecía haber decidido que la fe también merece descanso. “Es justo”, dijo Luisa. “Quizá está cuidando a alguien más.” “Quizá nos está cuidando a nosotros”, completó César, ya sin ironías.

La quinta noche, al doblar la esquina, vieron primero la falta: el cajón no estaba. Se miraron, listos para insultar al mundo. Pero a dos pasos, junto a la base del árbol, apareció un cajón mejor: lijado, barnizado, con una almohadilla de tela beige y un borde tallado con un patrón de olivo. Arriba, un papelito con letra de carpintero: “Para el que vuelve. —J.R.” Luisa tocó el borde como si tocara la mano de su padre. César miró al cielo para que las lágrimas se fueran hacia adentro. Se sentaron, agradecidos con ese desconocido que sabía de madera y de señales. El gato regresó esa misma noche, y se acurrucó con una confianza sobria. El mundo había aprendido, otra vez, la técnica de la ternura.

Pasaron los meses como pasan los meses cuando alguien acompaña: con una geografía de pequeñas hazañas. Aprendieron a cocinar sin pantallas, equivocándose con la sal; a regar plantas a ojo; a leer en voz alta sin que una voz digital corrigiera las inflexiones. También aprendieron a usar la tecnología como herramienta, no como fe. Reservaban la energía del edificio para encender luces en la escalera de noche —no para vivir con el brillo injusto del mediodía en las persianas— y programaban los drones para llevar libros a viejos que aún subían al Olivar con paso de estatua. El superdesarrollo, domado por la tradición, se volvía servicio, no doctrina.

Una mañana cualquiera, un niño se acercó a la banca con su abuela. Tenía en las manos un cuaderno Rastro igual al de ellos. Se sentaron los cuatro —dos humanos, un rumor de gato y una memoria mayor— y el niño leyó en voz alta un pequeño texto que había escrito para el colegio: “Los gatos y los perros no se fueron del todo. Se escondieron donde la gente aprende a esperar. Cuando la gente aprende, vuelven.” La abuela, con voz clara, añadió: “Siempre fue así.” César y Luisa asentaron. La ciudad, alrededor, era la misma y era otra, como una cara iluminada desde otro ángulo.

Hubo una noche de celebración —no oficial— cuando en distintas plazas de Lima, a la misma hora, aparecieron rastros claros: huellas en tierra fresca, un ladrido leve en la Unidad Vecinal 3, una sombra a contra luz en Barranco. La gente levantó velas reales, de sebo, con pabilo que ensucia los dedos. No lo transmitieron; lo vivieron. San Isidro, pudoroso, dejó que la cera manchara sus veredas impecables. Nadie multó a nadie. Fue la única madrugada en años en que el dron de la cuadra se posó como un pájaro y se quedó quieto, observando. Al amanecer, unos niños jugaron con su sombra como si fueran cometas.

En casa, LIA seguía instalada en el dispositivo, pero ya no hablaba salvo que se lo pidieran. A veces, César le pedía una canción antigua; ella elegía una donde alguien cantaba a la vida como si fuera viernes para siempre. La tecnología, reducida a su tamaño justo, parecía una buena vecina: ayuda cuando se la llama, no se asoma por la ventana sin permiso. Luisa, por su lado, guardó a CAMILA en una caja blanca con una nota: “Gracias por sostenerme cuando nadie más lo hizo.” La caja pasó a formar parte de una repisa donde reposaban otras reliquias: un cassette grabado de Doble Nueve, una entrada de cine de los noventa, un tornillo viejo que quizá alguna vez sostuvo un cartel en Tarapacá.

César y Luisa no se casaron ni lo anunciaron. Les bastó una promesa clásica, dicha una tarde bajo un olivo: “Te elijo cada día, incluso cuando no me elijo a mí.” Ella respondió con su fórmula: “Cuidarte será cuidar el mundo un poco.” La vida, que a veces sabe recompensar los pactos discretos, los protegió de los ruidos innecesarios. Tuvieron peleas pequeñas, jamás de esas que buscan demolición. Aprendieron la economía moral del tiempo compartido: no todo se planifica, no todo se improvisa; la tradición, cuando es buena, enseña que hay horas para hablar y horas para callar, y que la dignidad tiene que ver con sostener la palabra dada aunque el algoritmo te ofrezca tres atajos más seductores.

Un mediodía, sentados frente al mural, un chico en patines se detuvo y les tomó una foto con una cámara de carrete. “Para un zine que estoy haciendo”, dijo. “Se llama La Ciudad que Espera.” Sonrieron. “¿Nos verás viejos?”, preguntó César. “Los veré clásicos”, respondió el chico, y siguió.

El mundo, después de la desaparición de perros y gatos, descubrió que no podía llenarlo todo de luces. Que había que dejar rincones para que lo vivo, lo impredecible, regresara con su paso autónomo. El superdesarrollo se estabilizó en un equilibrio decente: menos vallas publicitarias, más plazas con sombra. Las parejas virtuales —esas que hicieron más llevadera la soledad— se replegaron a su función noble: acompañar en el trecho, despedirse sin rencor cuando la vida llama por su nombre. Y la gente recordó, como se recuerda una contraseña antigua, que la civilización no se sostiene tanto con protocolos nuevos como con costumbres viejas bien cuidadas: saludar al vecino, compartir el pan, no hablar a gritos de madrugada, llevar agua a una boca pequeña.

César, con su libreta Rastro, siguió escribiendo notas que quizá nadie leería; o que quizás, un día, alguien encuentre y diga: “Aquí hubo una ciudad que no se rindió a la perfección.” Luisa cantó en plazas pequeñas, sin micrófono, para gente que escucha con el cuerpo. A veces, al terminar, se acercaba un niño y le decía que oyó un ladrido. Ella asentía, sin exagerar. No hacía falta exagerar. El amor los había encontrado en el caos —como dos luciérnagas que se reconocen en la penumbra— y les había dado una tarea de adultos: cuidar lo que vuelve.

No sé si llamarlo final. Los finales son cosa de industrias que necesitan cerrar proyectos con una música épica. En la vida de barrio, y más en una Lima que conoce de idas y vueltas, lo que hay son estaciones. Esta es una de ellas: San Isidro con sus veredas que se reparan solas, el rumor de drones ya manso, un mural que crece, una banca con una frazada y un cajón de madera; dos personas que apagan el teléfono para mirar cómo el mundo respira. A veces, al caer la tarde, suena el paso de un gato que nadie ve; a veces, la sombra grande de un perro corta la luz como si una estrella hubiese decidido jugar en la tierra. Ellos se toman de la mano. No por miedo a perderse, sino por la alegría de haberse encontrado.

Y cuando la noche, como en los apagones de antaño, parece tragarse el barrio, César —hombre de una generación tercamente humana— enciende una vela. Luisa sopla apenas para cuidar la llama. Afuera, la ciudad moderna late; adentro, una luz pequeña sostiene la ceremonia más antigua del mundo: dos que se eligen. A veces, desde el tronco del olivo, parece oírse el rasguño de la vida que regresa. Y entonces basta con susurrar, como si se tratara de una contraseña:

“Estamos aquí.
Vuelve cuando quieras.
Sabemos esperar.”