José Carlos Botto Cayo

17 de abril del 2025

Hay días en los que el silencio de la ciudad se mezcla con los pasos de un joven que camina con un cuaderno bajo el brazo. Sus pensamientos van más rápido que sus pies, y cada calle que atraviesa parece resonar con las palabras que aún no ha escrito. Camina sin prisa, pero con una certeza invisible: esa tarde le espera un escenario, y en ese lugar las voces del pasado y del presente se reunirán para escuchar lo que brota del alma.

Sube al bus con la timidez de quien carga un secreto que pronto será revelado. Observa el mundo por la ventana, las casas que se alejan, los árboles que saludan como viejos amigos. El traqueteo del motor le recuerda a una máquina de asombros, un instrumento que lo empuja hacia un destino donde no importa si es conocido o no, sino lo que tiene para decir. Con una sonrisa serena, abre su cuaderno: escribir es, para él, una manera de viajar sin moverse.

Llega al recinto donde los poetas se reúnen. Las sillas están ocupadas por rostros atentos, y el murmullo del público se apaga cuando una voz anuncia su nombre. Sube al podio, con los ojos iluminados por esa mezcla de nervios y pasión. Abre su cuaderno y, sin titubear, empieza a leer. Cada verso es un hilo de su memoria, una hebra de sueños tejidos con palabras que buscan tocar lo invisible. La sala guarda silencio: lo están escuchando.

Y al final, los aplausos no son sólo aplausos: son abrazos de reconocimiento, puentes que unen generaciones. En el rostro del joven hay gratitud, pero también sorpresa: ha descubierto que la poesía no solo se escribe, también se comparte. Al salir, guarda su cuaderno en el abrigo como quien guarda una chispa encendida. La poesía es un sueño —piensa—, pero también una familia de palabras que se encuentran al volar.

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