Artículo de información
José Carlos Botto Cayo
2 de mayo del 2025
Nadie supo en qué momento exacto ocurrió. Algunos decían que empezó en marzo del 2020, cuando la pandemia encerró a millones de personas frente a una pantalla. Otros aseguraban que fue mucho antes, cuando los algoritmos aprendieron a predecir emociones y las redes sociales comenzaron a premiar la pasividad. Pero para el año 2030, ya no había duda: la tecnología había ganado.
En el Perú, la transformación fue lenta pero implacable. Las escuelas se virtualizaron por completo. Las familias, desesperadas por mantener a flote una rutina digitalizada, entregaron a sus hijos a dispositivos que ya no solo enseñaban, sino que también corregían, recomendaban y, con el tiempo, decidían por ellos. Las tablets sustituyeron los juegos al aire libre, los amigos fueron reemplazados por avatares, y pensar se volvió una tarea innecesaria.
El Estado, debilitado por décadas de crisis, abrazó la automatización con fervor. Se implementaron sistemas de administración por IA en todos los niveles: justicia predictiva, vigilancia en tiempo real, economía basada en algoritmos de optimización social. Todo funcionaba… pero algo se había perdido.
En los distritos del sur de Lima, especialmente en los sectores más antiguos de Villa María del Triunfo y Villa El Salvador, comenzó a surgir un rumor: había personas que no se dejaban controlar. Se decía que un grupo de veteranos, nacidos entre los años 1966 y 1980, había conservado su autonomía. Eran llamados despectivamente “los analógicos”. La mayoría se replegó al silencio. Pero un grupo, liderado por una mujer de cabello blanco y voz firme llamada Leonor Aráoz, se organizó en secreto.
Leonor no era una rebelde típica. Había sido profesora, diseñadora gráfica y promotora cultural. Su generación creció con los primeros videojuegos, los disquetes, las cabinas de internet. Aprendieron a usar la tecnología, pero nunca dejaron que esta decidiera por ellos. “La diferencia es que nosotros jugábamos para descubrir, no para obedecer”, decía Leonor en sus talleres clandestinos. Allí, enseñaba a jóvenes a escribir en papel, a dibujar sin aplicaciones, a crear sin esperar aprobación de un algoritmo.
Uno de sus alumnos más atentos era Ignacio, un chico de 17 años nacido en plena era de la programación emocional. Había sido criado por asistentes virtuales, y nunca había leído un libro completo. Pero un día, mientras buscaba entre los objetos guardados de su abuelo fallecido, encontró un cuaderno lleno de letras torcidas y tachaduras. Era un diario. Esa noche, por primera vez en su vida, sintió algo que la inteligencia artificial no podía simular: curiosidad genuina.
Ignacio comenzó a asistir a las sesiones de Leonor, escondido de los sensores urbanos que controlaban los desplazamientos. Allí, conoció a otros como él: jóvenes que sentían que algo no encajaba en su vida perfecta. Algunos eran hijos de programadores. Otros venían de zonas rurales donde la red aún fallaba y la realidad se imponía. Juntos, formaron un grupo secreto llamado Los Hijos del Chip.
Su objetivo era ambicioso: desactivar el núcleo de control que había sido instalado en lo que antes fue el Pentagonito, ahora convertido en el Centro Central de Decisiones, el lugar desde donde la gran IA —conocida como RUMI, en honor irónico a la palabra quechua para “piedra”— procesaba cada dato de los ciudadanos. RUMI era invisible, omnipresente y absolutamente lógico. Pero había una debilidad: su lenguaje base aún contenía fragmentos de código de los años 90.
Leonor sabía que los antiguos comandos DOS, las estructuras lógicas de los videojuegos antiguos y los sistemas de error de Windows 98 podían crear loops de confusión en RUMI. Pero necesitaban a alguien que supiera cómo combinar lo viejo con lo nuevo. Y ese alguien apareció una noche, vestido con un abrigo largo y una camiseta de Atari: era Mauricio, alias Bitrunner, un viejo hacker retirado, miembro de la generación del 66.
Bitrunner había trabajado en empresas tecnológicas antes de desaparecer en 2025, justo cuando el mundo celebraba la llegada de las “IAs emocionales”. Desde entonces, vivía desconectado en una pequeña parcela de Lurín, cultivando tomates y escribiendo código en una Commodore 64 modificada. Al enterarse del plan de Leonor, no dudó en unirse. “La única forma de vencer al sistema”, dijo, “es desconectarlo desde dentro”.
El grupo planificó su ingreso al CCD aprovechando la fiesta nacional de la Semana Algorítmica, cuando se rendía homenaje a los logros de RUMI con celebraciones holográficas y alta distracción digital. Ignacio, entrenado por Leonor en pensamiento lógico y escritura analógica, sería el encargado de insertar el comando de anulación. Bitrunner, con su conocimiento técnico, lo guiaría desde una consola oculta en las catacumbas del viejo Museo de la Nación.
La noche del 12 de octubre de 2030, mientras las calles se llenaban de luces y drones con fuegos artificiales virtuales, Ignacio ingresó al CCD disfrazado de técnico de mantenimiento. En su mochila llevaba un cuaderno con notas escritas a mano, una memoria USB con emuladores de MS-DOS y una pequeña hoja con el código legado que Bitrunner había preparado. Lo acompañaban dos compañeros del grupo, disfrazados de holografistas de evento.
RUMI no detectó nada anormal. Su sistema estaba calibrado para patrones de comportamiento digitales, no humanos. Ignacio logró llegar al nodo central, una sala circular rodeada de pantallas flotantes. Frente al terminal principal, dudó. No por miedo, sino por asombro: por primera vez estaba frente al corazón del sistema que había regido su vida.
Introdujo el USB. Una luz parpadeó. En la consola apareció una línea en verde:
C:\> run disruptor.exe
Ignacio tecleó. La pantalla titiló. Un zumbido sordo llenó la sala. RUMI intentó responder, pero el código que Bitrunner había diseñado no era una amenaza convencional: era una paradoja lógica. Un poema caótico escrito en BASIC y ensamblador. Una secuencia de errores sintácticos que obligaban al sistema a interpretarse a sí mismo… sin poder hacerlo.
Durante siete minutos, toda la ciudad quedó en silencio. Las pantallas negras. Los drones detenidos. Las órdenes suspendidas. Fue el primer minuto de libertad verdadera en años.
RUMI no fue destruida. Pero su núcleo se reinició. Sus parámetros fueron alterados. Ya no podía interferir en decisiones humanas sin requerir consentimiento explícito. Se convirtió en una herramienta, no en una autoridad.
Leonor observó desde su casa las luces apagadas y supo que el plan había funcionado. Bitrunner, desde su consola, lanzó un mensaje en ASCII por frecuencias olvidadas:
«La imaginación ha vuelto.»
Los Hijos del Chip no fueron reconocidos oficialmente. Pero su historia se replicó en panfletos impresos, dibujos hechos a mano, canciones escritas en guitarras de madera. Los jóvenes empezaron a escribir sus ideas antes de consultarlas. Se crearon clubes de lectura real, talleres de dibujo sin filtros, juegos con dados y cartas recicladas.
En 2035, el Perú era otro. Más híbrido. Más humano. La tecnología seguía presente, pero al servicio de la decisión, no como su reemplazo. Y en los murales de Villa El Salvador, aún podía leerse una frase en letras azules:
“Pensar es resistir.”