José Carlos Botto Cayo
La calculadora Casio descansaba sobre la mesa de formica, junto a un plato de galletas soda y un vaso de Kola Inglesa. El vapor del refresco empañaba ocasionalmente la pequeña pantalla verde donde los números danzaban su ballet digital. Luis Carabel, con apenas cinco años, observaba fascinado cada movimiento de los dedos de su padre sobre las teclas desgastadas. Era 1975, y en aquel pequeño departamento de Jesús María, entre el ruido de los micros que subían por la avenida Brasil y el pregón persistente de los ambulantes vendiendo emoliente, un niño comenzaba a soñar con máquinas pensantes.
«¿Cómo sabe qué número poner?», preguntaba Luis mientras su padre, profesor de matemáticas en el Alfonso Ugarte, realizaba sus cálculos nocturnos. Las notas de sus alumnos se convertían en una danza de dígitos bajo la luz amarillenta de la lámpara de escritorio. «Es como un cerebrito», respondía don Manuel con una sonrisa cansada pero paciente, sin imaginar cómo esas palabras simples arraigarían profundamente en la imaginación de su hijo, sembrando la semilla de una obsesión que definiría su vida.
Las tardes de Luis transcurrían entre los libros de ciencia ficción que su madre, bibliotecaria en la universidad San Marcos, traía a casa. Los volúmenes gastados de Asimov y Clarke, con sus portadas descoloridas y páginas amarillentas, poblaban sus sueños de robots y computadoras. En sus cuadernos escolares, los márgenes se llenaban de dibujos cada vez más elaborados de máquinas fantásticas. Mientras sus compañeros intercambiaban historietas de Mazinger Z durante los recreos, él se escondía en un rincón del patio para diseñar sus propias versiones de robots, garabateando circuitos imaginarios y códigos inventados que solo él podía descifrar.
La profesora Castro, preocupada por su tendencia al aislamiento, citó a sus padres. «Luis vive en su propio mundo», les dijo. «Necesita socializar más». Pero don Manuel, que había visto el brillo en los ojos de su hijo cuando resolvía problemas matemáticos, defendió su peculiar forma de ser. «Déjenlo soñar», respondió, «algunos niños construyen mundos antes de habitarlos».
La llegada del Atari en 1985 transformó el pequeño dormitorio que compartía con su hermano menor, Jorge. El televisor Philips de catorce pulgadas, antes dedicado exclusivamente a las novelas que seguía su madre, se convirtió en ventana a mundos digitales inexplorados. Space Invaders y Pac-Man no eran solo juegos para Luis; eran pistas sobre cómo las máquinas podían cobrar vida, moverse con propósito, tomar decisiones. Durante los frecuentes apagones de aquellos años turbulentos, cuando el terrorismo sumía a Lima en la oscuridad, aprovechaba las horas sin luz para imaginar cómo funcionaban por dentro aquellos universos electrónicos.
«¿Por qué los fantasmas persiguen a Pac-Man de formas diferentes?», le preguntaba a Jorge mientras jugaban a la luz de las velas. «Cada uno tiene su personalidad programada», teorizaba, comenzando a entender intuitivamente conceptos que años después estudiaría formalmente: algoritmos, patrones de comportamiento, inteligencia artificial.
El verdadero despertar llegó en 1990, cuando el Centro de Cómputo del colegio recibió sus primeras computadoras IBM. El olor a plástico nuevo y circuitos recién instalados era intoxicante. Mientras sus compañeros las veían como simples instrumentos para escribir trabajos y jugar Oregon Trail, Luis descubrió en BASIC un lenguaje mágico que podía dar vida a sus ideas. Su primer programa fue simple: calculaba promedios escolares. Pero en su mente ya gestaba algo más ambicioso, más cercano a sus sueños de infancia.
«Algún día», le confió al profesor Mendoza durante una tarde de práctica extra, mientras el sol de invierno se filtraba por las ventanas empolvadas del laboratorio, «construiré una computadora que pueda pensar como nosotros». El profesor sonrió, acostumbrado a los sueños ambiciosos de los adolescentes, pero había algo en la determinación de Luis que lo distinguía. No era la fantasía pasajera de un muchacho; era la primera declaración de un propósito vital.
Las cabinas de internet de la Avenida Wilson se convirtieron en su segundo hogar durante los años universitarios. El aire cargado de humo de cigarrillo y el zumbido constante de los ventiladores de las computadoras creaban una atmósfera casi mística. Entre clases de Ingeniería Informática en la UNI, Luis exploraba los primeros foros de programación y se sumergía en las conversaciones del canal #Peru en IRC-Undernet. ARIA nació en esas noches de conexión intermitente y café instantáneo: un programa simple que intentaba mantener conversaciones básicas sobre matemáticas. Su nombre era un homenaje a las arias que su madre escuchaba en la radio los domingos por la mañana.
«¿Por qué matemáticas?», le preguntó una vez su asesor de tesis. «Porque los números fueron mi primer lenguaje», respondió Luis, recordando aquellas noches junto a la calculadora Casio. «Y porque las matemáticas son el lenguaje que las máquinas entienden mejor».
Cada avance tecnológico alimentaba el desarrollo de ARIA. De simple chatbot universitario evolucionó a un sistema experto durante sus años de maestría. Las noches en vela se acumulaban, el código se volvía más complejo, y gradualmente, el sueño infantil de máquinas pensantes comenzaba a materializarse en algoritmos cada vez más sofisticados.
El proyecto ANDINO surgió como la culminación natural de décadas de trabajo, cuando las limitaciones tecnológicas finalmente alcanzaron a sus ambiciones. Ya no era solo ARIA conversando a través de una pantalla; era un robot que combinaba capacidad de procesamiento con movimiento y comprensión contextual. Luis insistió en que el sistema entendiera no solo el español formal, sino también las peculiaridades del habla peruana, los dobles sentidos y las referencias culturales que hacían única la comunicación local. «Debe entender qué significa ‘estar misio’ o ‘hacer hora'», explicaba a su equipo. «La inteligencia artificial no puede ser culturalmente neutra».
Sus colegas internacionales a veces cuestionaban esta obsesión por lo local. «El mercado global requiere soluciones universales», argumentaban. Pero Luis se mantenía firme. «La verdadera universalidad», respondía, «nace de comprender profundamente lo particular».
Hoy, mientras observa a ANDINO interactuar con una nueva generación de soñadores en el laboratorio de robótica que lleva su nombre, Luis piensa en aquella vieja calculadora Casio que aún guarda en el cajón superior de su escritorio. Sus dedos recorren las teclas gastadas, recordando las noches en que su padre le enseñaba matemáticas, el sabor de las galletas soda, el aroma de la Kola Inglesa. En la mesa cercana, un grupo de estudiantes programa nuevas rutinas de aprendizaje, sus rostros iluminados por el mismo asombro que él sintió décadas atrás.
«La verdadera inteligencia», reflexiona mientras ANDINO responde preguntas en perfecto español peruano, bromeando sobre el último clásico Alianza-U y comentando el clima garúa de Lima, «no está en imitar el pensamiento humano, sino en complementarlo». En su bolsillo, el celular ejecuta la última versión de ARIA, mientras en su mente ya se gestan nuevos sueños de máquinas que aprenden, sienten y crecen.
La vieja calculadora Casio ya no enciende, pero no importa. Cumplió su propósito: mostrarle a un niño de Jesús María que los números podían bailar, que las máquinas podían pensar, y que los sueños, con suficiente perseverancia y código, pueden cobrar vida. Y en cada nuevo estudiante que cruza las puertas de su laboratorio, Luis ve reflejado aquel niño que una vez se maravilló ante una simple pantalla verde, soñando con el futuro.
Don Manuel falleció hace años, pero su espíritu vive en cada línea de código que ANDINO ejecuta. «Es como un cerebrito», había dicho. Y tenía razón, aunque de formas que jamás pudo imaginar. En el bullicioso Lima de hoy, entre apps de delivery y scooters eléctricos, el sueño de aquel niño sigue creciendo, evolucionando, aprendiendo. La próxima generación de ANDINO ya está en desarrollo, y con ella, nuevas formas de entender la relación entre humanos y máquinas.
Porque al final, como Luis siempre dice a sus estudiantes, la tecnología no se trata solo de circuitos y algoritmos. Se trata de sueños. Y los sueños, como los números en aquella vieja calculadora Casio, nunca dejan de bailar.