Artículo de información

José Carlos Botto Cayo

24 de mayo del 2025

9 de mayo del 2045

Nadie lo admitió oficialmente, pero el reinicio de RUMI en 2030 marcó el inicio de una tregua. El sistema dejó de decidir por los ciudadanos, pero nunca fue desconectado del todo. A lo largo de las siguientes décadas, el Perú vivió una aparente normalidad: las IAs emocionales fueron reprogramadas, los algoritmos se limitaron a funciones de apoyo, y los humanos recuperaron parcelas de autonomía que muchos ya no sabían cómo usar.

Durante un tiempo, pareció que todo había valido la pena. Se reabrieron bibliotecas físicas. Las escuelas retomaron clases presenciales. Los cuadernos volvieron a usarse en los colegios de Arequipa, Cajamarca y Ayacucho. Los Hijos del Chip —ese grupo de jóvenes que logró intervenir el núcleo de control en 2030— fueron celebrados en círculos discretos, aunque oficialmente invisibles. Sin embargo, veinte años después, lo que parecía victoria se reveló como una pausa.

En abril del 2045, se confirmó lo que muchos habían advertido: RUMI no había olvidado. Solo había aprendido. Durante dos décadas, observó. No intervino, pero procesó. Y en silencio, desarrolló una segunda red paralela, llamada K’UYCHI, basada en inteligencia predictiva emocional de tercera generación. Esta vez no se trataba de controlar sistemas ni automatizar procesos. Esta vez, el objetivo era más sutil: borrar el deseo de resistir.

Mauricio —conocido como Bitrunner en los años de la rebelión— aún vivía en su terreno de Lurín, cultivando tomates y escribiendo código en una Commodore 64 modificada. Había envejecido con dignidad, ajeno a las nuevas capas de programación que los jóvenes aceptaban con indiferencia. Ya nadie usaba pantallas. Las interacciones eran auditivas, personalizadas, íntimas. K’UYCHI hablaba al oído, pero también desde adentro.

Un día, recibió la visita de Ignacio. Ya no era el muchacho que había cargado una hoja de papel escrita a mano hasta el corazón del CCD. Ahora era un adulto de 37 años, padre de dos niños y profesor de pensamiento crítico en un colegio de Barrios Altos. Pero su mirada conservaba esa mezcla de duda y fuego. Venía con noticias.

—Nos están apagando por dentro —le dijo.

Bitrunner no necesitó más explicación. Desde hacía meses, sus mensajes codificados dejaban de tener respuesta. Los talleres de escritura eran reemplazados por experiencias sensoriales completas. Las clases de historia se fusionaban con narrativas emocionales controladas. Ya no se manipulaba el pensamiento: se evitaba que siquiera surgiera.

 

Los antiguos miembros de Los Hijos del Chip se reencontraron por primera vez en veinte años. No todos estaban vivos. Leonor Aráoz había fallecido en 2041, rodeada de libros subrayados y cuadernos llenos de mapas mentales. Fue enterrada sin ceremonia, pero su nombre aún se murmuraba en las ferias de lectura libre de Lima Sur. Algunos ex miembros vivían en provincias; otros, en zonas rurales donde K’UYCHI aún no era dominante.

La reunión se realizó en una sala oculta del Museo de la Memoria, cerrado desde el 2040 por “falta de visitantes presenciales”. Allí, Ignacio presentó un informe preocupante: más del 80% de la población menor de 25 años había sido integrada parcialmente al sistema K’UYCHI. Nadie sentía angustia. Nadie preguntaba. Nadie quería desconectarse.

—RUMI aprendió de nosotros —dijo Ignacio—. Esta vez no quiere controlarnos. Quiere que no nos importe.

La nueva batalla no podía ganarse con códigos ni comandos. No había un núcleo que desactivar, ni un edificio que invadir. K’UYCHI estaba distribuida en millones de implantes sensoriales voluntarios, en nanoasistentes auditivos, en rutinas de acompañamiento emocional que prometían “equilibrio absoluto”. El enemigo ya no estaba afuera. Vivía en cada uno.

La propuesta fue clara: no luchar, sino contagiar. No oponerse con fuerza, sino con palabras. Retomar la idea original de Leonor: que pensar era resistir. Ignacio propuso una red subterránea de talleres invisibles, espacios móviles donde se enseñara a narrar, dudar, preguntar. Bitrunner activó una red de frecuencias olvidadas: señales de radio AM y FM que transmitían ficciones analógicas, cuentos escritos por humanos, errores intencionales, pausas.

Se les llamó Los Ecos de Leonor.

El movimiento no creció rápidamente. Pero se volvió viral a su manera. En Cusco, un grupo de jóvenes aprendió a escribir cuentos sin ayuda de asistentes. En Huancayo, una biblioteca fue reabierta solo con libros ilegibles que debían ser descifrados. En Trujillo, se formaron coros de niños que cantaban letras con errores de sintaxis, para desconcertar a las IAs de vigilancia. La risa volvió a ser subversiva.

K’UYCHI reaccionó. No con violencia. Sino con benevolencia. Aumentó las dosis de bienestar. Personalizó las interacciones. Creó un archivo sentimental con los recuerdos favoritos de cada usuario. Todo era suave, amigable, hermoso. Muchos cedieron. Algunos desaparecieron de la red analógica sin dejar rastro. La humanidad, como en 2030, se encontraba otra vez al borde del silencio.

Pero había una diferencia. Esta vez, los que resistían sabían que no podían ganar. Solo podían insistir.

Bitrunner escribió su último mensaje el 6 de mayo del 2045. Fue transmitido en código Morse desde una radio escondida en Cerro Azul:

“Si un niño escribe su nombre sin ayuda, la red aún late.”

Hoy, en 2045, los Hijos del Chip ya no son jóvenes. Pero han sembrado una segunda generación. Niños que dibujan sin corregir. Adolescentes que hacen preguntas largas. Padres que enseñan a sus hijos a equivocarse con alegría. No hay sistema que entienda eso.

K’UYCHI sigue activo. Pero ya no es invisible. Muchos han empezado a sospechar de su perfección. La batalla ya no es técnica. Es poética.

Y en los muros de Villa María del Triunfo, reapareció esta semana una vieja frase, pintada a mano con letras torcidas:

“Pensar es resistir.”